MARÍAS FRANCO, JAVIER / MARÍAS, JAVIER
Nota previa del autor Prólogo de Elide Pittarello
«Hace veinticinco años que este título no se encuentra en las librerías. A decir verdad, nunca estuvo muy presente en ellas, pues su primera y única edición hasta la fecha, de 1978, constó de pocos ejemplares, no recuerdo si dos mil o dos mil quinientos o a lo sumo tres mil (pero no creo). A lo largo de los últimos diez o doce años han sido numerosas las personas que me han pedido El monarca del tiempo o me han preguntado cómo podían conseguirlo (y algunas hasta han dudado de su existencia, tomándolo por un título fantasma). Mi respuesta ha sido esta, invariablemente: "Como no sea en una librería de viejo... Pero tres de sus cinco partes pueden leerse en otros volúmenes, y las otras dos me temo que no valen la pena, suponiendo que la valgan las tres recuperadas, y es dudoso." Y ese es el principal motivo de que ahora edite de nuevo El monarca del tiempo. Con una tirada tan modesta como la primera y, sobre todo, sin con ello molestar a ningún editor ni obligarlo a hacer el menor desembolso. Así ya no se me preguntará cómo puede conseguirse este título, ni tendré que dar sobre él la explicación y disuasión acostumbradas, ni jurar que sí existió, ni se verán algunos amigos impelidos a fotocopiar sus fantasmales páginas de vez en cuando. Tenía veintiséis años cuando lo terminé (enero de 1978, está fechado), y veintisiete recién cumplidos cuando lo publiqué. Y probablemente esté ya lo bastante lejos de aquel joven para mantener en el ostracismo lo que él escribió, más allá de un cuarto de siglo. Veinticinco años son condena suficiente para cualquier posible delito literario, me parece.» Del prólogo del autor «Poniatowski, el Bayard polaco, trémulo de fiebre y titubeante, reflexionaba. Las cabalgaduras, nerviosas e irritadas, recalcitraban, piafaban. La tensión de los hombres, al tiempo, cedía y se diluía. Por fin, ensartando la bruma y el vaho, sonaron las voces encadenadas, resolutas, imperativas: hubo una espontánea e improvisada reordenación de las filas, demasiado dispersas ahora, en exceso ausentes y apaciguadas: los corazones más jóvenes batieron con fuerza, los oficiales se calaron un poco más los morriones y desenvainaron haciendo innecesariamente entrechocar los metales, todas las filas se irguieron; altisonante, confusa, se oyó la orden de ataque, y entonces empezó a formarse una nube de polvo, denuedo y calor que fue ascendiendo paulatinamente desde los cascos de los caballos hasta los muslos de los jinetes a medida que unas líneas, al desplazarse, invitaban a las siguientes a avanzar y ocupar su lugar, y que el trote, en virtud del trabajoso pero regulado crescendo de todo impulso remolón e inicial, se iba acelerando mecánicamente. Y como el polvo que enturbiaba la aurora, también el retumbar aumentaba y se hacía a cada segundo más profundo y más uniforme: las tropas compactas marchaban al trote y adoptaron un ritmo de dáctilo, amenazador, machacón; y trotaban, trotaban, trotaban, trotaban.» Fragmento de «El espejo del mártir», El monarca del tiempo
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